La noticia le llegó al anochecer. De forma inesperada. En un día amable de voces sonrientes. Sintió el dolor ajeno como si fuera propio. Intentó decirle que estaba a su lado como siempre, que nunca dejaría que volviese a pasar por todo aquello solo, que lo injusto y lo cruel no iban a salirse esta vez con la suya. Lo dijo. Se lo dijo. Y esperó.
Pero el dolor de otros es mudo y sordo a veces. Aísla, aleja, corroe, golpea a quien lo sufre, destruye su autoestima y su alegría, segrega un hilo suavísimo y terrible de herida abierta que fabrica un capullo experto en contener toda la angustia y la desesperanza. Y fue imposible atravesar esa membrana. La ausencia de palabras y de poder tocar, mirar o sonreír se convirtió en un cuchillo oscuro, seco y romo, que no supo romper el desconsuelo.
Con todo, lo peor no fue ni muchísimo menos el inútil esfuerzo ni el dejarse la piel por perforar, abrir, salvar de sí a pesar suyo. Lo peor fue no ser capaz de regalarle la quietud y el sosiego como un bálsamo, como la redención, la vida.
Camille Saint-Saëns (1835-1921). Mélodies sans paroles - Plainte. Bart Schneemann, oboe y Paolo Giacometti, piano. Brilliant, 1998